Portada: "La luna", de Quint Buchholz

Thursday, July 30, 2009


“Huele a lluvia”


…Have you ever seen rain?,

coming down on a sunny day

John Fogerty

(Para J.M. y Héctor Padilla)

(Publicado en Semanario, 2009)


El inconfundible perfume a gobernadora y tierra húmeda eran el único, pero feliz anuncio de aquellas lluvias de verano repentinas; aroma de milagro sobre la tierra reseca, moribunda, ya para finales de junio; sólo unos momentos antes de los chaparrones que llenaban de alegría, aunque sea unos minutos, el lomerío y el desierto de Ciudad Juárez.

Los que nacimos allí sabíamos los síntomas, nos quedábamos con él, egoístas como con un tesoro; primero nos llegaba el aroma: suave, tenue, revuelto entre el aire apenas moviéndose desde más arriba. Salíamos a su encuentro como si fuéramos adivinos extraordinarios, anunciando a gritos la lluvia cuando en las casas de abajo, las de la tierra plana todavía ni alcanzaban a ver las nubes.

Así, en cuestión de uno o dos minutos, el chubasco se hacía presente, las mujeres hacendosas corrían a sacar las macetas para que gozaran de los beneficios de aquel chaparrón y seguramente también porque las plantas eran el pretexto que les permitía remojarse y ser felices, igual que la bola de mocosos que no podíamos detenernos y dábamos vueltas en los patios, extendiendo los brazos, brincando, llenándonos del frescor milagroso.

Entonces, ninguna casa de por allá arriba tenía un sistema de aire acondicionado, cuando mucho una caja de metal pegada en la ventana más grande; o lo más común, un ventilador de pata corta que se movía por los cuartos conforme la familia lo hacía: para desayunar, cocinar, hacer el almuerzo y la merienda o mirar la tele.

Para las tres o cuatro de la tarde, la vida en el interior de las casas se hacía insoportable. Era difícil pensar en algo más que no fueran los abanicos de mano, todos teníamos uno o dos y tan necesarios eran, que los comercios los regalaban como premio de compra. Los había de todos colores, formas y tamaños: cuadrados de cartón pesado y los típicos triangulares de escalerita, con chinerías bordadas o pintadas, de dibujos de cómics o jardines exóticos, aunque aprendimos a fabricarnos los propios, a nuestro gusto con un trozo de cartón, dos tablillas y un poco de “resistol”.

Ya cuando los rudimentarios instrumentos eran rebasados por el sudor, el último remedio eran los baños al aire libre, a manguerazo limpio, y luego lavar los pisos de cemento liso. A veces la temperatura era tan alta que debíamos esperar a que vaporizara un poco nuestra obra; luego mojar nuevamente y entonces extenderse así mojados, ganarle al calor antes de que nos secara, tenderse sobre la superficie húmeda.

Para dormir no había problema. Nunca hubo plaga de mosquitos y a nadie le preocupaba dejar ventanas y puertas abiertas, o de plano dormir afuera de las casas, a pleno patio o sobre los techos, rodeado de las ramas de las moras y el aroma de las lilas, dormir a pierna suelta lejos del sofoco de los cuartos.

Por entonces, la contaminación no existía ni el vocabulario de los niños fronterizos; y mientras acomodábamos la almohada, era posible contar las estrellas, inventar historias con la luna y las constelaciones.

Así transcurrían los meses del verano, cuando el único enemigo que conocíamos era el calor. Luchábamos contra él como podíamos, con los pocos recursos a nuestro alcance, aunque era una lucha intensa, encarnizada. Y nos aferramos a esta tierra inhóspita con uñas y dientes y aprendimos a ser felices con milagros como el de la lluvia repentina y el olor a gobernadora mojada.

Luego… luego vendrían los aguaceros y las inundaciones; pero quién pensaba en esas cosas cuando la bendición de una nube reventaba en nuestro barrio a la hora en que el calor podía mirarse por los caminos reverberando por el suelo; y así, frente al milagro de unas cuantas gotas frescas, la tierra húmeda cantaba sus olores.

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