El álbum
¡Paasajeros con destino a …
Para Gerardo y Claudia M.,para Joaquín O.
Hay un barullo de conversaciones, pasos apurados, vendimia, silbidos, risas, motores de camiones llegando o saliendo, el altavoz cada media hora: “¡Paaasaajeros con destino a la ciudad de …. Favor de abordar el autobús número…!”
No teníamos una central camionera y me imagino que mucho menos un aeropuerto en forma. En lo que ahora es el viejo centro de Ciudad Juárez había dos estaciones de camiones foráneos: la de “la estrellota” y la de “los perros galgos”. También teníamos una estación de tren por la que se movilizaban miles de personas por todo el estado y más allá.
Recuerdo la emoción intensa antes de abordar el autobús, cómo subía en la boca del estómago, cosquilleante, el vuelo de mariposas, hasta sentir los latidos del corazón tum, tum, tum, tum, cada vez más fuertes, más rápidos por lo que nos esperaba en otro sitio. Nos hacía sonreír de vernos allí rodeados de maletas, bolsas, baúles, cajas en las que nuestros padres llevaban de todo para los amigos y parientes del sur: desde un queso menonita de 5 kilogramos, hasta una paca de ropa usada para repartir entre los que quisieran.
Cada estación, que entonces nosotros los chicos veíamos grandísima, no era ni media cuadra en la calle y los autobuses iban llegando igual que en los pueblos más chicos, al frente de la banqueta o a estacionarse en un corralón donde no cabían más de cuatro camiones.
De Primera y de Segunda, daba igual; ningún camión salía sin previa barrida y lavada y los pasajeros al subir nos encargábamos de retacar pasillos y compartimientos con bolsas, maletas, comida y una infinidad de objetos extraños. Como aquel instrumento para buscar metales que durante un viaje de verano, además de provocar tropezones desde Juárez hasta Guanajuato, nos hizo a los niños imaginar tesoros, cuevas, ollas repletas de oro y aventuras en lugares que no conocíamos.
Por aquellos camiones con olor a “armorol” las familias inmigrantes regresaban a sus pueblos a calentarse el corazón; y otras venían con sus sueños de hacer negocios, encontrar buenos trabajos, pasarse al otro lado.
Chicos y grandes aguantábamos las horas de martirio de puro desierto. Los primeros peleábamos por el asiento de la ventanilla nomás para mirar kilómetros de llanura seca.
Así conocimos nuestra arena, nuestros chamizos y de vez en cuando, como si mirar fuera el descubrimiento de América: alguna vaca flaca en medio de un pastizal cenizo o un potrillo tembeleque alimentado por su madre allá a lo lejos y por unos segundos.
Encontrar a un lado de la carretera un arroyo y un poco de verde, ya era una maravilla para acompañarnos por horas, la premonición alegre de lo que nos esperaba en el sur.
Las comidas en cada estación eran un aliciente para el aguante. No se nos escapaban los asaderos en Villa Ahumada con su tortilla de harina; las frutas en Delicias, las gorditas de colorado en Torreón, la cajeta de Celaya que era tan dulce, como simpática su envoltura en aquellas cajitas de madera adornadas con papel celofán.
Las ponchaduras o la descompostura del camión eran una desgracia para los adultos que tenían que alargar el viaje y luego vigilar al chofer, casi siempre distraído con una chica guapa; pero motivo de exaltación para los niños que al sonido de las chicharras y los grillos en aquellos parajes de nadie, siempre esperábamos cazar animales extraños donde nos tocaba detenernos y luego, con suerte, estrenar camión a medio camino, con las consabidas revisiones de bolsas y maletas y la posibilidad de cambiar de asiento.
Dormir, así como dormir en nuestra casa, era imposible, pero los que hacíamos el viaje hasta el DF, aquella travesía titánica de veinticuatro horas; gozábamos de vez en cuando y por unas horas de los asientos vacíos en donde podíamos estirarnos y acomodar la almohada o la frazada que nuestras madres sacaban quién sabe de dónde. Colorear tendidos bocabajo con aquellas crayolas que casi siempre acababan el viaje chuecas, medio derretidas, siempre incompletas y nadie sabía por qué.
Despertar ya entrada la noche con el frío de Zacatecas era “una experiencia religiosa”: La oscuridad profunda del camino y sin embargo, hacia el frente, a los lados, los cerros como flotando sobre la noche, iluminados en esa pequeña ciudad de iglesias y callejones empedrados, hombres que usaban zarape y sombrero. Bajar “¡cinco minutoos, cinco minutos! Sólo para temblar con una sangría señoral o un sidral mundet.
A veces, en Querétaro nos tocaba desayunar y muy mal, nunca había buena comida, pero no importaba, nos quedaban solamente unas cuantas horas para ver aparecer primero las fábricas y las constructoras, una tras otra, los automóviles de todos colores, los taxis viejos que congestionaban la carretera, luego los edificios chaparros, las colonias atiborradas y finalmente el bullicio y las prisas de la capital.
Allá en el mero centro, en el séptimo piso de un edificio que olía a frutas cristalizadas me esperaba mi abuela con un desayuno de plátanos fritos y café de olla. En la habitación, una caja repleta de la “Familia Burrón” que mi tío Enrique había guardado durante todo el año. Luego había tiempo para los paseos por Xochimilco, las visitas a Chapultepec o al mercado de las flores, las tardes de lluvia desde un ventanal. Dos días de traqueteos en un camión,¡bien valía la pena!
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