El Balcon de la Luna
Sunday, December 20, 2009
Nieve
Por Adriana Candia
(para Marco A.O., que sabe de inviernos)
Publicado en Semanario. Diciembre 19-2009
¿Qué sabrán y que dirán de nuestros placeres los europeos, los sudamericanos o los chilangos que nunca pisaron el desierto juarense en invierno? Yo, recuerdo:
El cielo azul turquesa rayado de rosa en una mañana tibia de invierno y en el patio, a mi madre, con el “sueter” arremangado frente al tendedero y su voz pronunciando la certera premonición: “Va a nevar esta tarde” y así, con el presentimiento por delante iniciar el engranaje de acciones en que participaba toda la familia para estar preparados antes de que cayeran los primeros copos de nieve. Nunca se equivocaba.
Lo primero era proteger del congelamiento a las tuberías externas de los servicios, con telas y plásticos enredados como traje de momias. En segundo lugar siempre estaban las casas de los perros y gatos. En ese momento las toallas y trozos de alfombra que habían estorbado todo el año en diferentes rincones de la casa, entraban en acción y en unos minutos convertían a las frías cajas de madera en confortables refugios para las mascotas que dormían en el “porche” pero todavía afuera.
En ese orden de protecciones, en tercero estaban los árboles y las plantas que vestíamos de la cintura para abajo o del tallo hacia arriba con plásticos asegurados con las tiras de las medias deshilvanadas de mi madre que también habían sido guardadas por meses y que hasta entonces parecían solamente un signo más de las costumbres por “apapachar la miseria”, pero que en aquel momento revelaban la sabiduría de la matrona que siempre pensaba en todo.
Luego, venía una de las experiencias más agradables antes de la nevada: el mandado a la leñería hasta donde caminábamos por unos diez minutos o más para abastecernos de buenos leños para la estufa que en el centro de la casa calentaba como la mejor de las chimeneas. El establecimiento era un baldío cercado de madera y láminas, que uno podía respirar como a una enorme caja de Olinalá. El maravilloso aroma del aserrín que cubría los pisos era como un baño de bosque para mi, niña del desierto que veía tantos y enormes árboles vivos solamente en las vacaciones del verano.
Mientras mi padre conversaba con los encargados para escoger los mejores trozos de madera hasta copetear su carretilla, yo me dedicaba a curiosear por todo el local en los sitios a donde mi nariz y mi vista me llevaban. Hasta hoy es otro de los misterios de mi vida la respuesta a aquella pregunta que me hacía en las visitas a la leñería. ¿Cuánto y cómo habrían viajado para llegar a nuestra ciudad los centenares de árboles que perdieron su paraíso para dormir ahora allí, como una cosa muerta? La cantidad de robles, cedros, pinos; ramas, troncos y tablones pesadísimos con su corazón añejo todavía pintado como una herida de amor; carne dura aún con la savia derramada entre la corteza; texturas como animales cubiertos de espinas, delicadezas que daba gusto acariciar y extraños y pálidos maderos fuertes, pero bofos como esponjas que eran mis preferidos para meter de contrabando en la carretilla antes de la pesa del cobro porque eran los mejores para construir sillones y mesas para mis muñecas.
A veces, efectivamente la nevada comenzaba a las horas de la luz y el tiempo quedaba suspendido en alguna parte del universo. Los niños permanecíamos atrapados en la ventana, como encantados con el fenómeno que ocurría frente a nuestras miradas. Primero las briznas albinas y pequeñas que se derretían al instante de caer al suelo y luego, los gordos copos, fuertes de nieve consistente, que poco a poco iban cubriendo el cielo como cortinas mágicas y acumulándose abajo en todas las superficies que tocaban. Entonces, nos entraba una excitación alegre, como un motor interno que nos hacía brincar y movernos rápido, buscar excusas y pretextos para salir al patio y sentir la nieve.
Nos permitían salir unos momentos, pero todos sabíamos que había que tener paciencia, porque lo mejor siempre nos esperaba al día siguiente, cuando contrario a las predicciones de los adultos, nos despertábamos más temprano que de costumbre esperando encontrar nuestra ciudad transformada. Tres pulgadas de nieve afuera hacían el milagro: Por arte del fenómeno meteorológico desaparecían de nuestros barrios las casas de paredes descarapeladas, las calles sin pavimento, los basurales que cada colonia tenía en algún predio abandonado y la luz era entonces una luz cegadora intensamente blanca, como todos los objetos del paisaje.
Todo era perfecto: nuestros barrios en las lomas, despreciados todo el año, eran lo más bello de Juárez durante las nevadas. Las casas pobres humeando por los techos regordetes de nieve que brillaban a la luz del sol; los árboles cubiertos de escarcha y aquella blancura cubriendo las lomas le daban un encanto navideño que los vecinos de otras colonias se aventuraban a visitar solamente para mirarlo.
Los trabajos obligatorios que traía la nevada, no eran tan terribles. Los que teníamos que ir a comprar petróleo para los calentones que usaban este combustible, salíamos de casa con regocijo entre la ventisca, abrigados con lo que cada uno tenía, pero siempre como lechugas de hojas apretadas, camiseta sobre camiseta, suéter sobre suéter y al final una chamarra o un abrigo, doble calcetín, guantes, bufanda y gorro. Al aire solamente nuestros ojos para no perder el suelo.
No había mayor delicia que enterrar cada pisada en esa alfombra helada y crujiente y abrirse camino con la pericia de la experiencia y algunas veces con el auxilio de un bastón improvisado. Ya sabíamos que había que hacer colas y que de regreso teníamos que cambiarnos desde los calcetines dobles hasta los botines, pero si encontrábamos amigos en el expendio del petróleo, podríamos tener una guerrita de bolazos o ya de perdida levantaríamos un buen mono con ojos de piedra y nariz de palo. Antes de regresar, tumbarse en un espacio virgen y hacer angelitos de cara al cielo, sin importar la buena congelada que nos dábamos.
A eso de las doce, venía lo mejor: los niños comenzábamos la búsqueda de láminas viejas y lisas, cartones gruesos que cubríamos con hule, tablas, cualquier cosa que pudiera resistir nuestro peso y deslizarse por las lomas. Había carreras de deslizadores improvisadas, peleas y discusiones por los objetos del disfrute, caídas y desbarrancadas, resbalones y uno que otro raspón, pero sobre todo risas, carcajadas, la felicidad en la que no era necesario invertir ni un centavo.
Subíamos hasta la punta de las lomas decenas de veces, las que fueran necesarias, hasta que el cansancio o el frío nos vencía, pero no había perdedores, todo el que se había reído salía ganando en aquellas contiendas.
Entrábamos de regreso a nuestra casa exhaustos, hambrientos y con el regocijo estampado en las mejillas coloradas. Por los cuartos y cerca de la estufa o los calentones, íbamos dejando zapatos, calcetines, guantes, gorros, chamarras o abrigos mojados con la esperanza de que secaran pronto, antes de nuestra siguiente incursión a la nieve. En la mesa, mientras rememorábamos lo mejor de la guerra, cada cucharada de sopa caliente, chocolate o té nos sabía a maná. Para muchos niños de barrio eso era lo mejor que podían esperar de las vacaciones de invierno…. Y en verdad, siempre fue lo mejor.
©Adriana Candia
Saturday, September 12, 2009
El álbum
La tienda de la esquina
(Publicada en revista Semanario, septiembre 2009)
Desde nuestra perspectiva de niños, hacer un mandado a la tienda era un gusto, no importaba que estuviera ubicada en la esquina de la cuadra o en la punta de otra loma. El camino hasta allá era la oportunidad de correr y saltar en un pie y luego al final de la compra ganarse un dulce de “pilón” o un veinte para la alcancía.
Por las mañanas, tempranísimo, muchas veces llegábamos al mismo tiempo que los proveedores. Recuerdo el tintineo casi musical de los litros de leche envasados en botellas de cristal, bailarinas en las cajas de metal que el chofer del camión bajaba a diario a nuestra tienda de abarrotes.
Aquel mandado, el de las mañanas, no estaba completo sin el pan calientito que invariablemente llegaba cada mañana quién sabe desde cuál panadería. Los acomodaban en grandes, pero cortas cajas de cartón y pocas veces las piezas quedaban para la tarde.
Ya estando en la tienda, era difícil evadir el antojo de los hermosos “cortadillos” o “yoyos” que los niños nunca nos terminábamos a pesar de su atractivo, las empanadas, las “conchas” de chocolate o vainilla, las “piedras” con trozos de nuez, o las “magdalenas” con pasas.
Del cucurucho de papel moreno en que el tendero nos envolvía las piezas de bolillos, evaporaba todavía el calor y el olor del horno y si una abrazaba su mandado podía sentir el crujir de aquellos panes que eran una delicia con o sin cajeta o mermelada.
Sobre el largo y lustroso mostrador de la tienda siempre estaban sentados varios frascos con antojos y delicias: el frasco de los regordetes chiles jalapeños curtidos; el de los “cueritos” de cerdo, también curtidos; y el de los dulces para los pilones. Cerca de ellos siempre estaban las tortillas que también llegaban calientitas a una hora determinada.
En aquel mostrador no faltaba nunca el queso y la enorme bologna (el salchichón) que el tendero cortaba con destreza; ni la pesa metálica en la que muchos aprendimos de a gratis a diferenciar los gramos de las onzas y los kilos de las libras.
No pocas veces me tocó mirar a caminantes desconocidos que haciendo una parada en la tienda se armaban un “lonche” con un pan blanco, un trozo de “salchichón” o una rebanada de queso o “cuerito” de cerdo y el infaltable chile curtido por unas cuantas monedas. Comían su alimento acompañados de un refresco helado como si hubiera sido el “maná” de dios.
Por fuera, la tienda que recuerdo podía confundirse con una casa cualquiera del barrio, aunque su ubicación siguiera la norma no escrita de que debería estar en la esquina de la cuadra. Por dentro, para la atención del público tenía la mitad de un cuarto separado con una estantería cortada a la mitad únicamente para dar espacio a la puerta que comunicaba a la bodega.
Las estanterías que llegaban hasta el techo, eran una abundancia de latas y botellas, pero en la tienda de la esquina una podía encontrar además, desde agujas para un zurcido de emergencia, hasta “curitas” y agua oxigenada. Siempre había cuadernos “polito”, bolígrafos baratos y lápices de colores.
En esos años, a los humanos no se nos había ocurrido todavía la gran idea de contaminar el mundo con el plástico desechable; así que cada quien era responsable de llevar su propia bolsa del mandado, de papel grueso o de tejido de rafia para cargar los abarrotes.
El dinero era importante, pero cualquier jefe de familia que después de unos meses mostraba que era un trabajador, se ganaba el derecho a tener un “cartón” de la tienda: literalmente un trozo de cartón de caja, en donde el tendero le iba anotando a uno las cantidades y la fecha de lo que cada familia consumía durante la quincena o el mes; seguros de que la paga llegaba “contante y sonante” según lo acordado. Viéndola bien, aquellos cartoncillos eran nuestra visa de entonces y las manejábamos todos.
Los letreros insultantes de “no se fía ni se presta…” surgieron después en muchos comercios, pero allá por los sesentas, ¿quién hubiera pensado?
Fueron ya otras tiendas, otros abarroteros y otros clientes.
© Adriana Candia
(publicada en revista Semanario, verano 2009)
Para Magdalena, para Mariquita.
La matrona que yo conocí era una mujer fuerte que con acento diferente al norteño tiraba palabrotas por cualquier niñería sin tener que estar enojada y que aparte de su gusto por cuidar hijos ajenos, amaba con pasión dos cosas más: las plantas y la cocina complicada.
Dicen que tenía un corazón de cristal y que por eso no soportaba ver a otra mujer llorando y con un hijo sin padre. Yo digo ahora que Malena o doña Elena, como la llamaban sus conocidos, tenía además un marido extraordinario que aceptaba con amor casi todos sus caprichos, como ese, de dar cobijo a desamparados.
Con historias tristes vimos llegar a su casa a más de tres mujeres diferentes: la viejísima exsoldadera, una viuda que piscaba frutas en Estados Unidos y “por obra de Dios” había echado al mundo a una niña cuando ya su cuerpo decía que era imposible; luego a la operadora de una fábrica en El Paso que trabajaba largas jornadas de lunes a sábado y en su soledad dominical decidió adoptar al bebé de una bailarina a la que no le gustaban las complicaciones existenciales.
También tocó a su puerta la joven desempleada que al segundo parto sin marido, sus padres la echaron de su casa y de su pueblo con el último retoño en brazos. Venía desde Ciudad Madera cargando a una nena y por esas cosas de la vida, a los pocos días de llegar a Juárez, dio felizmente con doña Elena. A ésta, le tocó cuidar también a los dos infantes de una bailarina que llegó al barrio comprando casa al contado y con auto nuevo, pero que por cosas de su empleo desaparecía por semanas.
Así, el barrio fue testigo de la facilidad con que Malena recibía nuevos clientes y estos iban creciendo en aquella casa con jardín de lilas, para aumentar la familia propia, por lo menos una decena de nietos que también iban y venían por temporadas.
Los niños de aquella guardería improvisada no veían a sus madres de a diario, como los de ahora. Con suerte los llevaban con ellas el fín de semana, pero lo normal era que las madres biológicas desaparecieran por largas temporadas y ellos quedaran bajo la mirada siempre alerta de Malena, como quien se queda con la propia abuela.
La fama de doña Elena tal vez les alimentaba confianza a las madres, o en su inseguro mundo no tenían mejor alternativa.
Sabíamos que la mamá adoptiva, en su propia recámara atendía como se cuida una flor, al más bebé de los nuevos: con luz, calor, limpieza, disciplina y cariños. Nunca, ninguna de sus clientas llevó un litro de leche a aquella casa y mucho menos la comida especial con que se nutría a sus hijos.
Malena trataba a los niños simplemente como a otro más de la familia, llevándoles a la boca desde el consabido y obligado “atolito de avena”, en los primeros meses, hasta la cucharada diaria de aceite de hígado de tiburón para que se mantuvieran sanos cuando ya corrían. Después, el beso de premio.
Ella y su esposo, a todos por igual: nietos e invitados, les cantaban canciones de cuna o de Cri-cri, los mecían en la hamaca eterna del patio y les contaban cuento para dormir.
En el patio en el que retozaban sus nietos, vimos estirarse también a Juanita, a Gero, a Cari, dar los primeros pasos a Armandito y decir sus primeras palabras a otra niña.
Observábamos con curiosidad, como con el tiempo, las madres biológicas de aquellos niños llegaban a la casa de las lilas como si fuera a la propia: comían, cenaban y dormían algunas veces allí y no pocas ocasiones, cuando el trabajo escaseaba, se quedaban temporadas con doña Elena y su familia.
Pasaban los años y los niños invitados aprendían a llamar por abuelo, tío, prima, al resto de la familia adoptiva, como si hubiera sido de sangre.
Cuando crecían, algunos de ellos regresaban una o dos veces por año. Le llevaban a Malena y su marido algún recuerdo: una foto con dedicatoria o una tarjeta impresa en Estados Unidos.
Ellos, los niños crecidos, siempre se llevaban más: en el paladar, el placer de su platillo favorito preparado por Malena; y en el corazón , el recuerdo vivo de que en esa casa siempre tuvieron un hogar, la familia que a sus madres les faltó.
©Adriana Candia
Saturday, August 29, 2009
El álbum
Casa con pájaros
(publicada en Revista Semanario, 2009)
(Para Roberto, Enrique y Adrián)
Casi todo allí era enigmático. Aunque vi la casa con ojos de niña, siempre me pareció una construcción demasiado pequeña y baja, como si hubiera sido levantada para que la habitaran seres de leyendas.
Aunque debió tener ventanas, nunca las vimos. De la fachada apenas podían verse trozos de pared porque desde el barandal hasta el techo se entrelazaban caprichosamente cientos de brazos de enredaderas de diversos tipos. En primavera y en verano, aún con los infiernos de temperatura de la frontera, multitud de flores de diversos tamaños, colores y formas, estallaban entre el verde.
Y si una tenía la oportunidad de pasar los cinco escalones de la entrada, era abrazada de inmediato por el fresco de la hierbabuena, el romero, la albahaca y otras hierbas de olor que la dueña nombraba con sus incontables cualidades como remedios.
Ella, la dueña, una de tres habitantes de la casa, era una anciana delgada y pequeña. Llevaba faldas sin vuelo hasta el tobillo y rebosos oscuros que enredados sobre su pecho me hacían pensar cómo podía cuidar de su hogar tan presa como andaba.
Las pocas veces que tuve el privilegio de avanzar por los angostos pasillos de aquella casa, siempre fue tras el sonido de sus delicados pasos, e imaginando el aviario que anunciaba trinos, cantos y piares que escapaban del patio.
Caminábamos en penumbras tras la guía, tan acostumbrada a sus caminos, porque había macetas por todas partes: macetas de barro cocido, de latas brillantes de aluminio, o de ollas despostilladas que no tenían un mejor uso en su cocina.
A través de alguna puerta, quizá vislumbré partes de una recámara: una cama de latón, los dibujos de un calendario, o la luna de un espejo, pero crecí pensando que los muebles eran objetos inútiles en ese lugar.
La pobreza material era suplida con lo que ellos guardaban al fondo de la construcción. En un patio que tampoco era muy grande y que estaba techado a medias con una especie de pérgola de madera y más enredaderas, escondían quizás, lo más preciado en sus vidas: el trino incansable de los pájaros.
Las aves vivían en jaulas de alambre, pequeñas y medianas que colgaban de las vigas del intrincado techo. Tenían jaulas desde las más simples y cuadradas, hasta las bien elaboradas con cúpula y nido. Dentro de algunas, reposaban trozos de troncos huecos en donde siempre había huevecillos esperando el calor natural de los padres.
Allí, rodeado de pájaros, pasaba su vejez Don R., el otro anciano que junto con su vestimenta de indígena michoacano había traído hasta nuestro cerro un trozo de sus paisajes, lo poco que con esfuerzos podía sobrevivir en los climas de Ciudad Juárez.
La pareja gastaba las horas cuidando gorriones de plumaje simple, pero hermoso canto; cotorros habladores que sabían silbar y decir dos o tres palabras; loros, pajaritos de amor amarillos, azules y verdes y muchas aves más con plumajes bellos que comían frutas y semillas. Las avecillas siempre limpias en contenedores naturales que sus dueños improvisaban.
A veces, los dos viejos hablaban de los pájaros y sus manías, de cuándo y a cuáles había que cortarle las alitas; de la hora y el motivo de cada canto y sólo hasta entonces algo en sus rostros impasibles adquiría una chispa intensa de vida interna.
Luego seguían en su mudez contemplatoria, cerraban la puerta del aviario y los extraños salíamos de allí con la sensación de haber salido de las páginas encantadas de un libro de cuentos.
Hoy, cuando todo en mi barrio ha cambiado tanto, el recuerdo de la casa de los pájaros es apenas un aleteo vibrante, fugaz, como el transcurrir del tiempo.
©Adriana Candia
Friday, August 14, 2009
¿Alguien sabría desde dónde venían aquellos hombres? Por arroyos, charcos, lomas, cargando o empujando sus vendimias; haciendo un alto en la vida de la gente de los barrios, con sus colores, gritos, aromas, sabores.
Seguramente tenían un calendario para cada colonia y cuadra; las mujeres lo sabían y a veces los esperaban con impaciencia y un vaso de agua fresca. ¿Cómo no agradecerle al hermano tarahumara los remedios que nos traía desde la sierra? Todo el olor a pino, manzanilla y anís con que nos regalaba en la puerta de nuestra propia casa, acercándonos hasta allí su bosques y sus montañas por unas cuantas monedas.
El que llegaba a mi barrio era un hombre casi joven, de mirada serena y voz suave con la que llamaba a mi madre: “¿Hermanita, quieres yerbas?” Tenía las piernas fuertes y la piel curtida. Su implante tan digno que a los niños nos hacía recordar las pinturas de Cuauhtémoc, lo más cercano en nuestros escasos conocimientos, a lo que fueron nuestros emperadores.
Gracias a él, en nuestras casas había gordolobo y eucalipto para aliviar la tos; laurel y albahaca para aderezar las comidas; té de limón y manzanilla nueva para el invierno.
También llegaban otros cargados hasta la cabeza con cazuelas y jarrones de barro. En muchas cocinas los frijoles debían cocerse en esas ollas; el mole no podía sazonarse bien si no era en la cazuela orejona; y el agua no tenía la pureza y el fresco sabor de la piedra, si no la guardábamos en aquellos jarros antes de llevarla a nuestra boca.
Un misterio inexplicable siempre fue el gran parecido de los que traían golosinas para los chicos. Como si hubieran sido de la misma familia y hasta de la misma edad: Invariablemente el paletero, el gelatinero, el de las manzanas en palo, el de las naranjas y hasta el de los globos inflados eran casi ancianos, narizones, de sombrero ranchero, manos nervudas, piel gruesa y requemada de sol y viento.
Pero cada uno traía su distintivo en los colores y sabores: Del vendedor de gelatinas, por ejemplo, destacaban sus cajas de cristales y espejos como artefactos mágicos donde se reflejaban los hermosos postres. Eran unas cajas transparentes, solamente sostenidas por un marco en forma de cubo, como jaula de pájaros maravillosos. El gelatinero las llevaba a diestra y siniestra, sostenidas de un largo madero que a su vez, él cargaba sobre la espalda y lo hacía parecer corcovado.
Adentro de cada vitrina descansaban en perfecta condición las gelatinas en forma de copa bocabajo con sus llamativas y brillantes listas verdes, rojas, amarillas siempre sobre un pequeño papel encerado que era el único utensilio con que las recibíamos antes de saborearlas. Había de agua totalmente transparentes y había de leche sabor vainilla, fresa, rompope, relucientes y moldeadas como una flor.
Los veranos, frecuentemente subía hasta las lomas el paletero empujando su carrito de metal, anunciándose con la inconfundible campanilla que nos hacía salir corriendo de los patios para enamorarnos de las heladas paletas de limón que siempre nos escaldaban la lengua o de un cremoso “esquimal” que íbamos dejando no sólo en nuestro paladar, sino también a gotas por el suelo.
Por turnos en hora y días llegaban hasta las colonias más lejanas los naranjeros con sus cubetas de metal y armados con un buen cuchillo cebollero que usaban para pelar y cortar en cuestión de segundos las frutas. A la izquierda y colgado de la cintura siempre iba con ellos el bote de chile en polvo y el salero.
El de los chicharrones de harina, salpicados con salsa picante y ácida, el de los algodones de azúcar y el de las manzanas acarameladas cargaban su mercancía colgada o enterrada en un largo palo vertical, como si fueran árboles movibles de un extraño sueño.
Y durante el invierno, poco antes de las nevadas, ¿cómo no agradecer el voceo del vendedor de “machitos”?, con sus fiambres en aquellas latas cilíndricas que impedían al frío matar el sabor de la carne.
El grito de “¡Haay tamaa-lées¡”, de su vendedor, con la preciada carga guardada en las grandes y rectangulares latas de manteca; o el de las frutas y verduras por kilo, con su carromato de caballos o burros, esos sí que hacían correr a las señoras y disputarse a media calle el turno para ser atendidas.
Todos estos hombres hacían un alto en nuestras sencillas vidas por unos minutos cada día; pero se quedaron en los recuerdos de aquellas calles polvorientas. ¿A dónde habrán ido ellos y cómo habremos quedado en su memoria?
(publicado en Semanario del Meridiano 107. Agosto 2009, con diferente título)
© Adriana Candia