A la puerta
Para Lucerito, para Isaí
¿Alguien sabría desde dónde venían aquellos hombres? Por arroyos, charcos, lomas, cargando o empujando sus vendimias; haciendo un alto en la vida de la gente de los barrios, con sus colores, gritos, aromas, sabores.
Seguramente tenían un calendario para cada colonia y cuadra; las mujeres lo sabían y a veces los esperaban con impaciencia y un vaso de agua fresca. ¿Cómo no agradecerle al hermano tarahumara los remedios que nos traía desde la sierra? Todo el olor a pino, manzanilla y anís con que nos regalaba en la puerta de nuestra propia casa, acercándonos hasta allí su bosques y sus montañas por unas cuantas monedas.
El que llegaba a mi barrio era un hombre casi joven, de mirada serena y voz suave con la que llamaba a mi madre: “¿Hermanita, quieres yerbas?” Tenía las piernas fuertes y la piel curtida. Su implante tan digno que a los niños nos hacía recordar las pinturas de Cuauhtémoc, lo más cercano en nuestros escasos conocimientos, a lo que fueron nuestros emperadores.
Gracias a él, en nuestras casas había gordolobo y eucalipto para aliviar la tos; laurel y albahaca para aderezar las comidas; té de limón y manzanilla nueva para el invierno.
También llegaban otros cargados hasta la cabeza con cazuelas y jarrones de barro. En muchas cocinas los frijoles debían cocerse en esas ollas; el mole no podía sazonarse bien si no era en la cazuela orejona; y el agua no tenía la pureza y el fresco sabor de la piedra, si no la guardábamos en aquellos jarros antes de llevarla a nuestra boca.
Un misterio inexplicable siempre fue el gran parecido de los que traían golosinas para los chicos. Como si hubieran sido de la misma familia y hasta de la misma edad: Invariablemente el paletero, el gelatinero, el de las manzanas en palo, el de las naranjas y hasta el de los globos inflados eran casi ancianos, narizones, de sombrero ranchero, manos nervudas, piel gruesa y requemada de sol y viento.
Pero cada uno traía su distintivo en los colores y sabores: Del vendedor de gelatinas, por ejemplo, destacaban sus cajas de cristales y espejos como artefactos mágicos donde se reflejaban los hermosos postres. Eran unas cajas transparentes, solamente sostenidas por un marco en forma de cubo, como jaula de pájaros maravillosos. El gelatinero las llevaba a diestra y siniestra, sostenidas de un largo madero que a su vez, él cargaba sobre la espalda y lo hacía parecer corcovado.
Adentro de cada vitrina descansaban en perfecta condición las gelatinas en forma de copa bocabajo con sus llamativas y brillantes listas verdes, rojas, amarillas siempre sobre un pequeño papel encerado que era el único utensilio con que las recibíamos antes de saborearlas. Había de agua totalmente transparentes y había de leche sabor vainilla, fresa, rompope, relucientes y moldeadas como una flor.
Los veranos, frecuentemente subía hasta las lomas el paletero empujando su carrito de metal, anunciándose con la inconfundible campanilla que nos hacía salir corriendo de los patios para enamorarnos de las heladas paletas de limón que siempre nos escaldaban la lengua o de un cremoso “esquimal” que íbamos dejando no sólo en nuestro paladar, sino también a gotas por el suelo.
Por turnos en hora y días llegaban hasta las colonias más lejanas los naranjeros con sus cubetas de metal y armados con un buen cuchillo cebollero que usaban para pelar y cortar en cuestión de segundos las frutas. A la izquierda y colgado de la cintura siempre iba con ellos el bote de chile en polvo y el salero.
El de los chicharrones de harina, salpicados con salsa picante y ácida, el de los algodones de azúcar y el de las manzanas acarameladas cargaban su mercancía colgada o enterrada en un largo palo vertical, como si fueran árboles movibles de un extraño sueño.
Y durante el invierno, poco antes de las nevadas, ¿cómo no agradecer el voceo del vendedor de “machitos”?, con sus fiambres en aquellas latas cilíndricas que impedían al frío matar el sabor de la carne.
El grito de “¡Haay tamaa-lées¡”, de su vendedor, con la preciada carga guardada en las grandes y rectangulares latas de manteca; o el de las frutas y verduras por kilo, con su carromato de caballos o burros, esos sí que hacían correr a las señoras y disputarse a media calle el turno para ser atendidas.
Todos estos hombres hacían un alto en nuestras sencillas vidas por unos minutos cada día; pero se quedaron en los recuerdos de aquellas calles polvorientas. ¿A dónde habrán ido ellos y cómo habremos quedado en su memoria?
(publicado en Semanario del Meridiano 107. Agosto 2009, con diferente título)
© Adriana Candia
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