El álbum
Casa con pájaros
(publicada en Revista Semanario, 2009)
(Para Roberto, Enrique y Adrián)
Casi todo allí era enigmático. Aunque vi la casa con ojos de niña, siempre me pareció una construcción demasiado pequeña y baja, como si hubiera sido levantada para que la habitaran seres de leyendas.
Aunque debió tener ventanas, nunca las vimos. De la fachada apenas podían verse trozos de pared porque desde el barandal hasta el techo se entrelazaban caprichosamente cientos de brazos de enredaderas de diversos tipos. En primavera y en verano, aún con los infiernos de temperatura de la frontera, multitud de flores de diversos tamaños, colores y formas, estallaban entre el verde.
Y si una tenía la oportunidad de pasar los cinco escalones de la entrada, era abrazada de inmediato por el fresco de la hierbabuena, el romero, la albahaca y otras hierbas de olor que la dueña nombraba con sus incontables cualidades como remedios.
Ella, la dueña, una de tres habitantes de la casa, era una anciana delgada y pequeña. Llevaba faldas sin vuelo hasta el tobillo y rebosos oscuros que enredados sobre su pecho me hacían pensar cómo podía cuidar de su hogar tan presa como andaba.
Las pocas veces que tuve el privilegio de avanzar por los angostos pasillos de aquella casa, siempre fue tras el sonido de sus delicados pasos, e imaginando el aviario que anunciaba trinos, cantos y piares que escapaban del patio.
Caminábamos en penumbras tras la guía, tan acostumbrada a sus caminos, porque había macetas por todas partes: macetas de barro cocido, de latas brillantes de aluminio, o de ollas despostilladas que no tenían un mejor uso en su cocina.
A través de alguna puerta, quizá vislumbré partes de una recámara: una cama de latón, los dibujos de un calendario, o la luna de un espejo, pero crecí pensando que los muebles eran objetos inútiles en ese lugar.
La pobreza material era suplida con lo que ellos guardaban al fondo de la construcción. En un patio que tampoco era muy grande y que estaba techado a medias con una especie de pérgola de madera y más enredaderas, escondían quizás, lo más preciado en sus vidas: el trino incansable de los pájaros.
Las aves vivían en jaulas de alambre, pequeñas y medianas que colgaban de las vigas del intrincado techo. Tenían jaulas desde las más simples y cuadradas, hasta las bien elaboradas con cúpula y nido. Dentro de algunas, reposaban trozos de troncos huecos en donde siempre había huevecillos esperando el calor natural de los padres.
Allí, rodeado de pájaros, pasaba su vejez Don R., el otro anciano que junto con su vestimenta de indígena michoacano había traído hasta nuestro cerro un trozo de sus paisajes, lo poco que con esfuerzos podía sobrevivir en los climas de Ciudad Juárez.
La pareja gastaba las horas cuidando gorriones de plumaje simple, pero hermoso canto; cotorros habladores que sabían silbar y decir dos o tres palabras; loros, pajaritos de amor amarillos, azules y verdes y muchas aves más con plumajes bellos que comían frutas y semillas. Las avecillas siempre limpias en contenedores naturales que sus dueños improvisaban.
A veces, los dos viejos hablaban de los pájaros y sus manías, de cuándo y a cuáles había que cortarle las alitas; de la hora y el motivo de cada canto y sólo hasta entonces algo en sus rostros impasibles adquiría una chispa intensa de vida interna.
Luego seguían en su mudez contemplatoria, cerraban la puerta del aviario y los extraños salíamos de allí con la sensación de haber salido de las páginas encantadas de un libro de cuentos.
Hoy, cuando todo en mi barrio ha cambiado tanto, el recuerdo de la casa de los pájaros es apenas un aleteo vibrante, fugaz, como el transcurrir del tiempo.
©Adriana Candia
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